2.2.08

Postal en una caja abierta [ I ]

Callo. Me pongo a hablar solo sin abrir la boca; supongo que pienso, y tengo acumuladas ya casi todas las certezas que necesito para creer que esta maleta ya está por llenarse. Que habría que forzarla para que ésta dé más espacios. Trato de evitar el uso de un término qué suena a chicle, a madurez adolescente, a yo te entiendo así son las cosas, pero lo recojo al ser odiosamente preciso, porque es un ciclo. El canal en espiral que deja el taladro en la madera; el canal que va a dejar de serlo por acción de un objeto metálico.

Pienso así por el sonido de las tabletas de pastillas y por las ocasiones en las que llevaba mi mano sobre mi abdomen para calmar incomodidades. Porque el reloj de mi celular nuevamente se atrasó asistiendo sólo a su función de alarma. Porque en estas dos últimas veces ya no solamente miraba las pecas que deambulan por ese escote, sino que ahora asumía el papel de paciente que se hacía ver.

A pesar de que luego de dos consultas con el médico ya tenía el diagnóstico claro, no sabía mucho acerca de las condiciones en las que mi organismo asumía el juego. Pero luego de hacer un recuento con la psicóloga que mensual o quincenalmente mi mamá me presta, concluimos que no era la primera vez que somatizaba. Tampoco te hagas dramas porque esto es relativamente común, decía. Yo paja. Atravesar por esas cosas significaba que quizá iba a entender a un par de amigos que me contaban tener la misma nota. También entonces asimilé el porqué me cayó bien esa novia errante de Ana Katz que vi entre mi fiebre y un dolor de ojos, cabeza, extremidades (las cuatro) y estómago. Pero cuando estaba en pleno inicio de mi celebración, ya sin padecimientos físicos encima, de aquel nuevo guión protagónico que ella me reafirmaba (ahora en un campo distinto) precedido por un “Oh, pobre. Te digo pues el motivo de esto”, sentí que los aplausos en off se habían desprogramado. Me indicó que mirara, en claro pedido de que la escuchara con cara de atención, que me iba a decir cuál había sido el motivo. Yo no quería. Le dije que ya eran las nueve y media, pero ella me enseñó sus dientes con sonrisa ad portas de los treinta y me cagó con su no importa y sus veinte minutos más.

* * *
A estas alturas del tiempo, ella ya lo sabe y debe seguir riéndose, como asimilando a fin de cuentas que yo no tenía ni siquiera ese poquito de diferencia con el resto. Hace pocos días hablamos por teléfono y le conté todo lo sucedido a su ausencia. ¡¿Qué?! Eso mismo, eso es lo que ha pasado. Yo traté de hablarle en clave pero muy claro. Mi voz estaba con mucha vergüenza como para querer repetir la cosas. Ni esa que regresaba combatiente de estadías en los para-avalanchas, que era la que más le gustaba, habría podido sobrevivir a esa confesión. “OK”. Al día siguiente nos encontramos de nuevo en el messenger y conversamos como si nuestras cabezas no hubiesen apretado record la noche anterior: una vez más sabíamos de lo que se debía hablar y de lo que no. Era (es) innecesario retomar ese tema –felizmente- estando a kilómetros de distancia. Pero ella ya estaba al tanto de todo, ya sabe todo, y no creo que le joda mucho que lo digite.

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