31.8.08

Cosas que pasan


Las guapas, aquellas que conviven con ello sin darle mucha importancia, al caminar, nunca miran hacia los costados.

28.8.08

Entre parque y bosque

Después de dos horas, dejé que mi cansancio y falta de paciencia me venzan. Haciendo el mínimo gesto de retirada, cogí mi mochila y me fui del salón. Ya se acabó. Acá en Lima, el sol suele ser tan intermitente y pasajero como aquellas cosas que se hacen en verano. Simplemente debía esperar un rato a la recepcionista. Le dije tengo que irme, y ella a mi que ah, ya, ve nomás.

Caminé porque sí, porque me gustaba; a ningún lugar. Al salir solamente viré a la izquierda y a andar. La consigna era hacer tiempo, llegar a mi casa a la una, dejar la mochila e ir al mismo lugar de siempre para almorzar. Esa avenida es de las que por las mañanas, parece ser siempre domingo a las seis de la tarde. Poca gente la transitaba. Por eso recuerdo cómo algunos debajo de esos paraderos de latón recibían el viento de una sombra en verano, mientras esperaban al respectivo bus o combi. Recuerdo a los que a esas horas ya salían de colegios públicos o que, por lo contrario, iban a los del turno de la tarde. Recuerdo que por esos meses no tenía ya mi walkman Aiwa pues éste fue olvidado y perdido por mí no supe nunca en dónde, quizá días o semanas atrás; y, por eso, recuerdo los sonidos de zapatos de oficina que raspaban las veredas mal barridas, los gritos de los cobradores que ofertaban las avenidas de sus rutas, el sonido de algún canal televiso que se escapaba por la ventana de algunas casas.

Ayer el taxi que tomamos Andrea, Matías, José y yo me dejó en la Cesar Vallejo, entre parque y bosque, para así seguir y llevar al último pasajero cerca a Gregorio Escobedo. Siendo casi las once, la llovizna me animó a caminar despacio y prender un cigarro. Me puse a pensar cómo estaría yo ahora de haber sonreído más en ese salón hace cinco años, de haberle saludado más veces, de no haberme quedado dormido tantas otras, de haberle dicho qué significaba bind, de haber ido a los sitios que proponía, de haberle dicho a ella esa vez que ya no iba a regresar y que sería bueno vernos después.

Iba a cruzar la pista mientras buscaba el encendedor en mi mochila para prender mi cigarro. Y en eso, mientras mi cara se mojaba, un auto se detuvo. Había bajado su luna por completo, me preguntó si me acordaba de ella. Yo le dije con una cara de sorpresa (de esas en las que uno exclama ese no atónito) que sí. Fue algo rápido. Me presentó a su esposo y a su hija de un año que dormía, me dio su número y yo a ella el mío. Quedamos en llamarnos. El auto arrancó y me puse a pensar cómo estaría yo ahora de haber sonreído más en ese salón hace cinco años, de…

23.8.08

Divagaciones de una tarde de viernes de literatura fantástica

Ayer viernes, después de mucho fui a una de esos coloquios al Cornejo Polar de Miraflores en donde lo principal (para muchos a veces resulta tal) estaba en oír pronunciarse la palabra literatura. El caso fue escuchar disertaciones acerca de la literatura fantástica. Y creo que luego de haber estado horas sentado dentro del recinto de paredes blancas con dimensiones pequeñas, algo nuevo recogí.
Lo mío en ese sitio resultó tener otro tipo de temática. Me reencontraría con un amigo del primer taller en el que estuve, al cual no veía desde hace casi tres años (en estos tiempos, la internet hace necesario mencionar eso); y, también, aterrizaría allí con otros dos amigos del cole, a los cuales terminé avisándoles del asunto el día anterior.

Llegando casi a las once, nos fuimos a sentar en la penúltima fila. No recuerdo quién de los dos se cuestionó por qué no nos sentábamos más adelante, pero creo que nada nos aseguraba que aquello fuese a resultar muy ameno como para evitar un aburrimiento. Ya pasada una hora, giré mi cabeza y vi sentado a David; lo saludé con apretón de manos y con un cómo te va silencioso pues todavía seguían hablando acerca del apoyo que brindó en sus inicios la física cuántica a la legitimación de lo fantástico en la literatura.

En fin, en el primer receso, hablé un rato con David. Me puso al tanto de su vida y yo a él de la mía. En eso, el moderador pedía a través del micrófono que nos sentáramos para poder ver una reseña fílmica de José B. Adolph. Entonces busqué mi sitio, sin embargo, Oscar y Ray ya habían llevado sus sillas más al fondo, pegadas a la pared. Sentí que era buena idea y acoplé la mía a la misma ubicación.

Fue bueno aquello que proyectaron. Luego vendría otra exposición, y fue entonces cuando volví a fijarme en aquellos que, sosteniendo alguna hoja en blanco y aparato para escribir, tomaban apuntes de lo que en esos momentos se escuchaba. Noté que la mayoría de ellos no pasaban en apariencia los veinticinco años. Más tarde, también aparecerían algunos de quince o dieciséis para hacer lo mismo. Traje entonces a mi cabeza aquellas imágenes en las que yo, con mis catorce años, abordaba esas conferencias con la primordial intención de tomar apuntes de un Bryce, Cisneros, Zurita u cualquier otro anónimo personaje de trayectos literarios. ¿Cómo me abré visto entre tanto viejo? ¿Cómo me habrán visto?

En esta ocasión yo estaba sentado allí sin libreta ni nada en mano, mirando el techo; hablando con Oscar y a veces con Ray al mismo tiempo (él primero se sentaba a mi izquierda y éste a la derecha del segundo) de cualquier otra cosa. Como de las piernas de la tipa de falda rosa de la primera fila, "¿no las has visto? A penas se levante deberías verlas"; de lo marmota que se veía aquel gordito con lentes que en esos instantes desarrollaba su ponencia acerca de los cuentos de Adolph; de que -previa comunión de nuestras tres cabezas- sería bueno encontrar esa pela que comentó al inicio el primer forista, Lost Highway de David Lynch; que ya teníamos hambre; que no me olvidara -palabras de Ray- de que el martes debíamos ir a ver el documental de los Rolling que acaba de estrenarse... También nos cagamos de la risa prudentemente a decibeles bajos al ver que el contiguo a Ray, un tipo treintañero con forsosamente literario saco beige, se había quedado dormido, apuntando su cara hacia el techo

A la una de la tarde, se anunció un receso de dos horas. Me despedí de David, diciéndome él que regresaría. Nosotros tres también nos fuimos a llenar nuestros estómagos. Les dije que estaría de vuelta a las cinco; ellos a mí, que a las tres.

El tráfico en la Javier Prado antes era una mierda, pero ahora con esto del crecimiento es más mierda aun. Como de elefante. Llegué casi a las seis. David estaba sentado mas adelante que en la mañana, conversando con una que aparentaba menos de treinta. Ray ya se había ido a las cinco, me dijo Oscar cuando lo encontré sentado al fondo de la sala pero esta vez al otro extremo. Pobre Ray, lo comprendía. Él en la mañana dijo que no aguantaría hasta la una de la tarde, ¿cómo hizo para regresar y luego estar allí dos horas más? ¿Cómo hice yo para regresar con ganas de estar allí hasta las diez? ¿Cómo hizo Oscar para estar allí todavía? Todo estaba tan aburrido, tan leído-de-papeles que de fantástico no había nada.

-Si Chemo Román tuviese que calificarlo por ese tipo de exposición le hubiera dicho "ahora siéntate, tienes R-", ¿no?
-RH.

Después, ni bien me senté y Oscar me mostró lo que había apuntado en una libreta publicitaria del año 86 (espero lo trascriba a tu blog). Y después de decirle, con un espíritu freak creo, que esas cosas dadas su antigüedad debían coleccionarse, leí lo escrito por él: no había nada teórico, ninguna idea importante acerca de lo que fue la ponencia que yo no vi. Había una radiografía entera de lo cojuda que fue la intervención de un tipo que causó el sueño de la que estaba a su lado; le dio palabras también a la expositora brasilera y también al de una compatriota. Entendí entonces por qué Ray aguantó: entendí el porqué había yo querido regresar.

Empezada ya la penúltima "mesa", nos adentramos, ahora sólo Oscar y yo, a lo que sería una nueva ejercitación de nuestros oídos irónicos. Creo que todo estaba empezando bien, hasta que me contó que ésa que expuso sobre las mujeres finlandesas, a la que hacía mención en su libreta, era precisamente aquella mujer de falda rosa. Comenzábamos ya no tan bien entonces. Un poco de mi expectativa había disminuido. Guardaba la intención de mirarle las piernas mientras ella hablase de lo que tenía que hablar frente al micrófono, y, como le diría luego a Oscar, quién sabe, hasta un movimiento Bajos Instintos de sus piernas. Tenía cara de intelectualoide que quería maquillar ese semblante de maldita, como algunas de esas de base tres a las que veo en mis pocas idas al Etheria. En fin, de allí en adelante, seguiríamos hablando cosas huevonamente serias. Vendrían los chiquillos y sus cuadernos Norma que mencioné líneas arriba. Seguiría viendo cómo los que compartían edades parecidas a las nuestras hacían sus apuntes (pueda que sea un hecho que ello rescataron mejor información que nosotros). Nota aparte para la que estaba a mi derecho, la cual buscaba caligrafía hasta para transcribir los bostezos de quien se sentara en la mesa principal.

Creo que también hubiese sido bueno que nosotros tomásemos apuntes de lo que escuchábamos. Yo lo habría hecho de estar solo tal vez; ellos también. Mayormente soy propenso a hacerlo. Pero, tampoco la literatura era para asimilarla con aires míticos en esos momentos. Éramos tres que allí gustábamos de la lectura y de la escribidura, pero también de ver todas las dimensiones que una mujer puede mostrarte al caminar o de remembranzas de nuestros años escolares. El vernos allí, menospreciando con humor a todos, me hacía recordar al trío cagón de críticos de La disciplina de la vanidad. Y es que no todo es para tomarlo en serio. Las cosas siempre tienen que tener un lado divertido cuando uno gusta de ellas. Y a nosotros, en grados y dosificaciones distintas quizá, nos gusta la literatura. Yo ayer reafirmé mi eterna adherencia a ella. Por eso tanto raje y cague de risa en ese sitio de muchas caras de cuasibohemia; por eso aguantamos tantas horas sentados allí.

15.8.08

Bicho de ciudad

Hoy, caminando por las calles de Lince aún no exploradas por los hombrecitos de las pistas nuevas, sentí tener un poco de cansancio. Que tenía ganas de llegar al cuarto, tirarme a la cama y tomar una coca-cola después de haber puesto el play a la música.

¿Y si nunca fui bueno para eso? ¿Y si la fatiga era consecuencia de mi nada? Una lata y una botella de la gaseosa ésa manifestaban mi no hacer. No estoy haciendo algo. Lo que se me presenta se reviste de mi flojera. ¿Y si me hicieron para otra cosa? Fatalizo mis principios, mis ganas y me voy por lo fácil. Eso es síntoma también de mis divagaciones.

Por ahora bicho de ciudad y nada más. Así estoy contento, y así espero poder llegar a mutar.

Vamos todavía me dijo hace casi dos horas el oportuno pellejero de Iván, ahora que recuerdo. Rica la carne esa, ah. Gracias.