28.8.08

Entre parque y bosque

Después de dos horas, dejé que mi cansancio y falta de paciencia me venzan. Haciendo el mínimo gesto de retirada, cogí mi mochila y me fui del salón. Ya se acabó. Acá en Lima, el sol suele ser tan intermitente y pasajero como aquellas cosas que se hacen en verano. Simplemente debía esperar un rato a la recepcionista. Le dije tengo que irme, y ella a mi que ah, ya, ve nomás.

Caminé porque sí, porque me gustaba; a ningún lugar. Al salir solamente viré a la izquierda y a andar. La consigna era hacer tiempo, llegar a mi casa a la una, dejar la mochila e ir al mismo lugar de siempre para almorzar. Esa avenida es de las que por las mañanas, parece ser siempre domingo a las seis de la tarde. Poca gente la transitaba. Por eso recuerdo cómo algunos debajo de esos paraderos de latón recibían el viento de una sombra en verano, mientras esperaban al respectivo bus o combi. Recuerdo a los que a esas horas ya salían de colegios públicos o que, por lo contrario, iban a los del turno de la tarde. Recuerdo que por esos meses no tenía ya mi walkman Aiwa pues éste fue olvidado y perdido por mí no supe nunca en dónde, quizá días o semanas atrás; y, por eso, recuerdo los sonidos de zapatos de oficina que raspaban las veredas mal barridas, los gritos de los cobradores que ofertaban las avenidas de sus rutas, el sonido de algún canal televiso que se escapaba por la ventana de algunas casas.

Ayer el taxi que tomamos Andrea, Matías, José y yo me dejó en la Cesar Vallejo, entre parque y bosque, para así seguir y llevar al último pasajero cerca a Gregorio Escobedo. Siendo casi las once, la llovizna me animó a caminar despacio y prender un cigarro. Me puse a pensar cómo estaría yo ahora de haber sonreído más en ese salón hace cinco años, de haberle saludado más veces, de no haberme quedado dormido tantas otras, de haberle dicho qué significaba bind, de haber ido a los sitios que proponía, de haberle dicho a ella esa vez que ya no iba a regresar y que sería bueno vernos después.

Iba a cruzar la pista mientras buscaba el encendedor en mi mochila para prender mi cigarro. Y en eso, mientras mi cara se mojaba, un auto se detuvo. Había bajado su luna por completo, me preguntó si me acordaba de ella. Yo le dije con una cara de sorpresa (de esas en las que uno exclama ese no atónito) que sí. Fue algo rápido. Me presentó a su esposo y a su hija de un año que dormía, me dio su número y yo a ella el mío. Quedamos en llamarnos. El auto arrancó y me puse a pensar cómo estaría yo ahora de haber sonreído más en ese salón hace cinco años, de…

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