4.6.09

Finalmente

El pasado martes, el tema que siempre se pasea por mi cabeza se entrometió en una conversación que tenía con una amiga. Me preguntó si es que en algún momento iba a cansarme de esperar a ese final. Algún final. Le dije que no; que desde varios años estoy en esto. Y que si nunca llega es porque así debieron darse las cosas. Un deber de ausencia. Obviamente que extremé al decir eso, como aquellas personas que creen obtener frialdad al decir que si mueren, mueren. Así es pues, dicen. Eso sonó despreocupado, temerario, pero en verdad yo no quería que eso suceda. Quien escuchaba tampoco me creyó. Por eso me rectifiqué diciendo que, en verdad, espero la llegada con cierta ansiedad. Emoción.

No soy de hablar mucho de ese tema por largos ratos con otros. Pero ese día su curiosidad y mi condescendencia hicieron que hablásemos de eso por casi tres horas, esperando que llegue un amigo. Luego fui a la casa de una tía para saludarla por su cumpleaños y, después de media hora me fui del lugar. Me bajé cerca del hotel Meliá. Lo conversado durante el día me estaba haciendo elucubrar algunas cosas. Eran casi las doce y llamé a la persona con quien estuve desde la mañana hasta la tarde-noche. Mi intención era verla en ese momento para seguir hablando. Iba a decirle que andaba por Javier Prado, pero luego pensé en lo jodido que podría resultar. Así que sólo pregunté si había terminado aquel trabajo y, sobretodo, si iría a lo de La Mente. Iba a ser mejor caminar solo.

Desperté con cierta flojera. Tenía que hacer un amiste una vez más con los números a fin de sentarme frente a un examen dentro de casi un mes. Me encontraría luego con unos amigos a la hora del almuerzo, con quienes no se cómo fui a parar en una sala de cine. Regresé rápido a mi casa. Encontré conectado en el Messenger a un amigo con el que siempre conversar es más que grato. Y, mientras hablaba con él, fue inevitable recordar las cosas que había dicho y oído el día anterior. Después me fui, ya de noche, a la casa de uno que vive cerca. Iríamos a lo de La Mente, pero desistí cuando me enteré que iba a durar poco tiempo y que no serían los que cerraran. Algunos fueron, otros no. Yo a mi casa; supuse que me acostaría temprano.

Al terminar de comer, volví a sentarme delante de la computadora: terminar de leer un blog que descubrí en la tarde, responder un mail y preguntar, a los que fueron, qué tan bueno estuvo aquello del grupo que juega con los “Sonidos del Sistema”. Entré al Messenger y, como en la mayoría de veces, uno recibe y ofrece saludos para al final terminar tratando cosas más extensas con dos o tres personas. Así pasé largo rato conversando con un amigo sobre el guión que en su universidad le habían dejado como tarea y acerca del viaje que tiene pensando hacer. También una amiga iba a darme alcances acerca de un negocio al que pienso entrar para luego conversar de temas personales que lindaban más con los suyos que con los míos. Ya para ese entonces, si al inicio tenía algo de sueño, siendo las dos de la madrugada, ése ya había desaparecido. Me despedí de ambos aduciendo que iba a leer un poco. No obstante, minutos antes de salir del Messenger, corregiría aquello al decir que saldría a caminar por el parque. Una persona que vive por mi casa me preguntó si estaba en la mía. Afirmé. Me dijo que iba a sacar a pasear a su perro que estaba haciendo demasiado ruido. Preguntó si yo tenía ganas de salir un rato, que a esa hora aburre caminar sola con su perro. Le ofrecí algo mejor: yo lo sacaría, que ya yo tenía pensado salir a caminar. Ella no se negó. Apagué la computadora y me fui. Llegué a su edificio, ella bajó con el perro que había yo visto por primera vez cuando éste tenía meses de nacido. Le dije que demoraría media hora. Pero sería con el transcurrir del tiempo en el que llamaría para decirle que mejor iba a llevarlo a mi casa hasta la mañana. Todo bien.

No sé cuánto tiempo estuve afuera. Cuando me sentaba por ratos, el perro seguía andando. Su juventud le permitía eso. Yo estaba en lo mío. Aquello del final, de esperar un final para las cosas que escribo. Pensar en el final y no en esas historias inconclusas. Esas más de dos horas que estuve afuera hubiesen sido malgastadas de no ser porque, al llegar a la esquina de La Romana algo apareció. Le di una palmada en la cabeza al perro de lo contento que me puse. Éste se puso a ladrar por el golpe.

Dos finales. No hay inicio, no hay trama, sólo dos finales. Eso es lo que importa. Para mí sí. No es que tenga miedo a empezar a concluir lo que hago. No tengo miedo a pedir resultados. Bueno o malo, yo qué sé. Sólo era cuestión de esperar. Me desperté hace un par de horas, y luego de esto tengo que salir a otro lado, pero lo inevitable es que voy a coger unas hojas y un lapicero.