22.5.08

Génesis

A veces tengo posturas dubitativas: del que curiosea el cerebro. ¿Y si pasó esto? ¿Y si pasa esto? Viniendo a la casa, me preguntaba si es que ya empezamos a andar.

Ya estamos caminando.

Desde la última vez, cada uno de los dos estábamos a la espalda del otro. Quietos. Mirando lo que sucedía delante de nosotros. Eran dos visiones distintas y así todo iba bien; sin intercambios holográmicos, sin cuestionamientos. Pero ahora me he dado cuenta que desde hace ya un buen tiempo hemos empezado a caminar, y de forma recta.

Final uno:

Prolongamos la línea cada día más. Delimitamos la frontera para aquellos que antes transitaban por sus ojos, por mis ojos. Nuestras espaldas ni se saludan, quizá entendiendo lo inexorable del deber de caminar.

Final dos:

...

7.5.08

Café la humedad (recuerdo y dubitaciones de necesidad)

Ahora que recién empiezo a rellenar agujeros, me pongo a pensar que a veces les necesidades lo son al momento de estar aparentemente satisfechas. Como que las cosas se mantienen en silencio, especialmente porque uno no les presta la mínima atención.

Hace días desperté en el sofá de una sala que ya había pisado un par de veces, y entre varias cabezas había una arrimada a mi hombro izquierdo, que no sé cómo, estando desnutrido, pudo soportar un peso mayor a los 500 miligramos. Y así, transgrediendo las comodidades de mi sueño, no la aparté. La dejé allí porque había algo que me gustaba; porque que me recordaba a las horas anteriores que eran noche. Esa cabeza, con espirales y un día de nacimiento para mí, había escuchado a mis ojos, a mis manos, a mi boca, a mi lengua... Eran recién las siete de la mañana, lo más probable era que muriese ese mismo día, y quedaría en el recuerdo. Todos cansados, con la garganta seca, oliendo a cigarro. No hice nada, y seguí durmiendo, bien.

Las desconocidas siempre mantendrán ese anonimato.

Los que vinimos solos nos fuimos solos. Se fueron solos. Alguien me dijo que me pusiera la casaca antes de salir, que tomara algo de café, que me lavara la cara, que saliendo deberíamos comer helado siendo las diez. Había alguien que no olía a nada más que a ella. Sana. Los electroshocks que yo había lanzado creo que se equivocaron de pecho, y se equivocaron felizmente.

Me metió al ascensor. Me hizo salir sin que tropezara y empujó mis pasos por casi quince cuadras hasta llegar a mi casa. Allí estaba, desconocida, hablando como la bacana de ese "mano a mano" de Celedonio. Y yo no tenía la necesidad de decir algo, de recordarle algo de la noche anterior. Para qué, si eso, a pesar de no haber estado digerido por completo, ya no importaba. El silencio: no hay nada mejor a veces. Caminando. Haciendo colillas de los últimos que le quedaban a mi caja. Nos reímos de mucho y punto.

Y llegamos a mi casa, y me acusó con los que estaban. Tomó agua, agarró otra botella para el camino, y se fue. Nos estamos viendo, dijo.

Tardé días en reaccionar. Anteayer pregunté por esa mujer a la insuperable amiga que juntó a más de diez en ese departamento. Como siempre, aparentar desinterés era buen aliado, y por eso no pedí más que el nombre. Supongo, como en otras ocasiones, que apelaré a esa estúpida casualidad que a veces me funciona.

Ahora, recordando eso, pienso que existe siempre la necesidad de algo.

Y de repente sería bueno necesitar, como Andrés, a una Julieta Cardinali. Que limpie las suciedades del cuarto, que esconda los ansiolíticos y las anfetas. Que no me impida pelear y que borre la sangre de esas heridas. Que me recoja de la banca sin pintura encima. Que me golpee por ser inmaduro y que amenace con dejarme. Que camine sola y que, conmigo al lado, siga caminando sola dejándome caminar solo. Tal vez sería bueno necesitar a una Julieta Cardinali, con el rostro de una maldita, con nueces en los bolsillos, con huesos de pajarita tierna y con uniforme de bombero.