15.11.07

Allí

Lugar: Territorio de algún recuerdo mío, ahora extraño para ambos.
Día: Circunstancia ajena al calendario.
Hora: Momentos. (Por las calles de las cuatro de la madrugada).

Y de repente allí. Hablando. Sin las alergias que implicarían una nueva conversación. Yo inconciente de mi inconciencia. Ella palabras de sus discursos de antaño: muy veloz y muy sofista. Allí, de repente, en una esquina desierta y sobreviviente a algún bombardeo del olvido y pobreza como las tantas otras que íbamos a inspeccionar con nuestros pasos. Suelo de arena tosca, de caserío soberbio y resentido. Algunas paredes, algunas maderas de pared; algunos techos, algunos plásticos, algunos cielos. Allí. Era de noche y unos postes de urbanidad alumbraban más a nuestras voces que a nosotros.

Tal vez discutíamos. Pueda que la fuerza de su voz se debiera al entusiasmo por las presencia de una anécdota; la fuerza de mi voz se debió quizá a que quería compartir ese entusiasmo. Pudo ser también que yo tuviese la culpa. Culpable no sé de qué, pero tratándose de un encuentro con sonrisas (eso espero), iba ella siempre a declararme responsable de todo. Porque a veces era culpable y otras no, y sin embargo, yo aceptaría sus veredictos porque me gustaba que ella fuese la maldita a mi costado; porque, posteriormente, me agradaba ver sus dientes en sus sonrisas para premiar a su odontólogo.

[Desplazo mi cabeza de un lado a otro con la rapidez de la tranquilidad. Las armaduras del abrigo ayudan a una conversación gratuita.]

Nuestras palabras se mezclaban por separado. Era el sonido de su lengua, de su paladar, del interior de su mejilla, de su faringe y de la marea alta de su saliva. Yo quería escuchar cómo sonaba su voz y espero que no se haya dado cuenta que a raíz de ello no iba después a poder recordar ninguna palabra de lo que me dijo. De mi es poco probable que quedase recuerdo alguno ya que a cada disparo que anunciaba la partida de una nueva maratón de su informal discurso, yo me callaba. Y destapaba cada poro de mi pellejo para poder asimilar los próximos sonidos de su rostro. Comprobé en esas calles iluminadas, como en la escena nocturna y lluviosa (pero sin lluvia) de El hijo de la novia, que había cambiado.

No es un "Ella había cambiado" ni tampoco un "Yo había cambiado". Había cambiado la forma, nuestra forma. La cámara de cine ya no era una de 35 mm con esos cuadros de panorama abrazo; ahora, un Súper 8 nos decía que caminásemos con cuidado de no darles una inmediatez secante a nuestros paralelos. Que las tomas ahora son visualmente muy concretas: primeros planos y por separado, a pesar de que nuestras conversaciones aún jadeaban el pasado de sofás a las seis de la tarde con narices tibias y manos siamesas al frente del televisor.

[Tal vez es verdad. Pero de todos modos, saca esa cámara que ya no se usa mucho. Tráiganme tecnología. Al menos hagan un corto con una de 16mm, ¿no ven que somos dos?]

No se llegó a algún tipo de destino porque el trayecto no tuvo conclusión. Hubo muchas paradas y muchas esquinas, y nuestro allí no estuvo en las estaciones sino en su voz y la mía. Esas voces que nunca hicieron remembranzas de pasados porque se creía tácitamente en la existencia de una relación que siempre fue continua. Mis oídos se iban cerrando con los ladridos de perros sin casa, con el viento que enfriaba a mis brazos desnudos y ella seguía hablándome como queriendo ser escuchada entre una multitud. Yo no era su multitud pero lo había sido. Mis ojos todavía acompañaban a mis orejas, y ayudaron a seguir oyendo algo de su nariz que me señalaba como siempre, algo de sus ojos que se parecían a otros existentes en el centro de quien sabe qué continente, algo de sus hebras amasadas por el viento de la pobreza y que hincaban sus mejillas de ostia, algo de los dedos de sus manos que se movilizaban mucho al salir de sus bolsillos... Hasta que sabiendo que no llegaría a tener algún agujero por donde escucharla, le sonreí (sin dientes porque yo aún era su odontólogo) sabiendo que esa era nuestra última parada. Ella no veía nada. Ella hablaba con la caja de cambios puesta en cuarta velocidad.

Creo que me alejé o desaparecí mientras ella permanecía en su posición de oradora. Yo sabía que no iba a ser la última locación para ambos. Habrían más lugares para escucharla, para callarla y para que se riera por ser callada por un hombre minúsculo que antes era suyo. De repente se habría quedado molesta por mi desaparición pero igual ella llamaría para culparme de todo. O yo tendría que llamarla para echarme la culpa de todo. Estuvimos allí y eso alivianaría el resto de mis viajes sin circunstancias.

[Mi tranquilidad se sacude. Alguna armadura se cayó al suelo. Siento frío y los ojos se abren. La cama está acá. La luz también duerme: deben ser las cuatro de la madrugada; me vuelvo a echar. Tapo mi cuerpo y de repente me detengo apoyándome sobre mi codo derecho: se viene a mi cabeza el sonido de una voz que antes amenazaba mis ostentaciones de pueril monipotente. Por cuestiones muy distantes a las casualidades, estuvo andandopor mi cabeza mientras yo adolecia de falta de lucidez. Me siento. Pienso que fue consecuencia de una casualidad en un auditorio con sillas marrones. Me rió porque no tengo ninguna intención de negarme a mí mismo que me gusto soñar como humano. Me echo y creo que si tengo suerte podré regresar a esa locación desierta y pobre.]




Hay recuerdos que no voy a borrar

personas que no voy a olvidar

silencios que prefiero callar.

(...)

Hay secretos en el fondo del mar

personas que me quiero llevar

aromas que no voy a olvidar

silencios que prefiero callar

mientras tú juegas...
(Brillante sobre el mic)